El Comité – El Mar

Martes, 1 de Agosto de 1961

Hoy ha sido uno de esos días que es imposible que olvide por muchos años que pasen y por muchos días que viva. Hoy ha sido de esos días perfectos, de los que deseas que no terminen jamás. Esa expresión de querer que el mundo se pare es la que más puede cuadrar con este 1 de agosto de 1961. Hoy no ha existido nada más allá de lo que ha ido ocurriendo hoy. Ni Berlín, ni el muro, ni Olga, ni pasado, ni futuro. Lo que pase mañana será mañana, lo que pasó estas semanas ya ha pasado. Hoy sólo ha sido hoy, un día perfecto.

El sol sale pronto estos días y no hay ni una nube en el horizonte ni edificios cercanos que cubran la luz así que me he despertado temprano. Me encanta despertarme temprano sin despertador, que no haya prisa, que no haya una hora para ponerse en marcha. Dar alguna vuelta de más en la cama, con los ojos entreabiertos mirando a mi alrededor esa luz perezosa que entra por las ventanas. El sol entraba por la que está justo en mi lado de la cama así que he deducido que daba al este. Nada de asomarme, no señor.

Miraba al cielo a través de las cortinas muy muy suaves. Demasiado. Si quiero dormir algo más cuando el sol se levante tengo que acordarme de cerrar los postigos de las ventanas antes de acostarme. De momento hoy no me importaba. Sólo se veía el cielo y alguna gaviota pasar. Me he quedado mirándolas como un bobo. Pensando que pasará por sus pequeños cerebros de gaviotas, como será su vida, si tendrán preocupaciones más allá de encontrar comida y un lugar donde posarse. Así son las mañanas tontas que me gustan. No sé cuanto tiempo he pasado en esas reflexiones tan profundas pero al final me he levantado con cuidado de no mirar a la ventana y he ido a la cocina a preparar el desayuno.

La vecina que nos guardaba la llave, los padres de Heidi siempre tienen vecinos que les guardan las llaves, se había encargado de dejarnos también la nevera llena de fruta y verdura fresca. Leche, huevos, pan, mantequilla… una nevera y una despensa bien aprovisionadas para pasar las dos semanas sin tener casi que comprar. Perfecto. Naranjas frescas en la nevera así que he hecho zumo y preparado un cesto con fruta. En cuanto he escuchado moverse a Heidi he puesto a tostar un poco de pan. No falla. Acude a ese olor como abeja a la miel. En menos de un minuto estaba danzando por la cocina con un blusa sin abrochar como única vestimenta. Única y escasa. Se veía perfectamente su cuerpo. Su pecho no muy grande, su piel blanca, uno de sus pezones sonrosados al aire y erecto por el frescor de la mañana. Su sexo perfecto, sus labios sugerentes.

De repente me ha mirado y ha empezado a sonreír pícara mientras me miraba. Yo no llevaba nada de ropa y la sola visión de su cuerpo me había empezado a entonar. Se cubrió coqueta, me besó y comenzó a untar las tostadas mientras me contaba lo sorprendente y agradable que le resulta comprobar que después de tantos años juntos y tantas veces como nos hemos visto desnudos, la simple la visión de su cuerpo sigue siendo capaz de excitarme.

Desayuno, ducha y el ritual de Heidi respecto a mi visita al mar ha comenzado. Me ha vendado los ojos con una corbata y así me ha metido en el coche. Hemos recorrido unos pocos kilómetros, no creo que hayamos tardado más de 10 minutos, y ha aparcado. Me ha guiado por el campo hasta que mis pies han comenzado a pisar arena de playa. Costaba caminar e hice ademán de quitarme la corbata de los ojos para poder ver donde pisaba. Casi me arranca la mano. Imposible. Sólo unos pasos más, me decía. Me ha hecho quitarme los zapatos y sentir la arena al caminar. Cuando por fin nos hemos detenido y me ha quitado la corbata de los ojos reconozco que me ha impresionado.

Me he quedado unos minutos mirando aquella grandeza. Todo aquello era agua. Todo. Sólo se oían las olas, el viento y alguna gaviota graznando. Mi vista, acostumbrada a la ciudad y a no tener más horizonte que los metros que separan un edificio de otro, ha tardado en acostumbrarse y asimilar tal inmensidad. Su visión impresiona pero confieso que aún más lo hace el sonido y sobre todo el olor. Es un sonido rítmico y relajante el de los movimientos de esas olas rompiendo en la arena. Esa espuma blanca con cada una que llega. Esos brillos infinitos, ese azul extraño. Es cierto lo que decía Heidi: no hay foto o película que le haga justicia.

Y ese olor. Para mi si que es totalmente nuevo. Ya lo sentí anoche pero con el día se intensifica. Tenía la idea de que el mar iba a oler a pescado, pura deducción lógica pensando que ahí vive el pescado que como a menudo. Nada que ver. Es esa sal que impregna el ambiente lo que huele. De vez en cuando vamos a lugares fuera de la ciudad a respirar aire puro de montaña pero no tiene nada que ver con eso. No es ese aire puro, es aire de mar, aire salado. Me quedo especialmente con ese olor y ese sonido, incluso más que con la vista del mar, aunque no se lo he dicho tan claro a Heidi, que sé que estaba muy ilusionada.

Ha vuelto del coche con una toalla y la ha tendido en la arena para que nos sentáramos. Me he quitado la ropa, incluso el bañador que llevaba, y me he metido en el agua. No sé nadar, pero quería impregnarme de ese agua. Heidi me ha acompañado, ella cubierta con su bañador, y la he notado un poco asustada. Si me hubiera ahogado posiblemente su cuerpo no hubiera podido con el mío pero ahí estaba junto a mi. Apenas me ha cubierto el agua por encima de la cintura y aún así sintiendo como cada ola me bañaba más arriba, sintiendo como ese agua barría todo, se llevaba todo lo malo que aún tenía impregnado en la piel. Pensamientos, emociones, preocupaciones. He sentido que todo se iba, que mi cuerpo se relajaba. He llorado. Heidi no lo ha visto, espero. Mis lágrimas se unían al agua de mar. No pensaba. Sólo sentía. Me hubiera gustado quedarme allí para siempre. Solos el mar y yo. Sin preocupaciones, sin problemas, sin trabajo, sin obligaciones.

Heidi se ha mantenido a distancia, hasta que yo he ido a buscarla y la he besado y abrazado fuerte. Nos hemos fundido allí los tres en un inmenso abrazo y al rato hemos salido a la playa. Empezaba a llegar gente así que me he puesto el bañador. Allí hemos pasado la mañana y buena parte de la tarde. Hablando y bebiendo refrescos. Tranquilos, acompañados por el ruido del mar, las risas de algunos niños jugando y los gritos de algunos padres regañando.

Hemos pasado la noche en casa. Solos de nuevo. Como tanto nos gusta. Cada uno en su rincón. Yo si quiero aprovechar estos días para leer, ese placer del que apenas disfruto en Berlín. El Tercer Hombre, de Graham Greene, es el libro que me he traído. Creo que es bastante apropiado para lo que estoy viviendo estos días. Heidi ha traído varios. Hemos estado en el porche casi toda la noche hasta que el fresco de la brisa de mar ha hecho estragos en Heidi y ha decidido irse a la cama. La he seguido y por supuesto la he amado. Nos hemos amado. Nos amamos mucho, somos jóvenes y activos. Es dulzura, caricias, amor, besos, abrazos, es tan distinto y tan hermoso hacer el amor con Heidi.

Siento ahora su mirada en la espalda. Se ha despertado y sé que me mira escribir. No es la primera vez que lo hace pero jamás me ha preguntado qué escribo. Si es un diario, un libro, trabajo… ni siquiera de broma. No sé si imaginará alguna cosa pero sea como sea lo respeta. Ni siquiera se levanta a ojear por encima de mi hombro.

Voy a volver con ella. A dormir abrazado. A amarla.


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