Miércoles, 12 de Julio de 1961
No he podido olvidar en todo el día la historia que nos contó Uwe ayer. Muchas veces la mejor forma que tengo de liberarme de algo es soltarlo aquí así que vamos a probar con esto también.
A mí me buscó mi joyero hace ya más o menos una semana, el amigo Bernard, y me contó su historia. A Uwe le asaltó Marco de manera parecida. Uwe sí es de costumbres fijas, es público. Todas las tardes se para en el bar de la esquina de su cuartel y se toma un par de Vodkas. Siempre dobles. Siempre sin hielo. Siempre igual. No se sabe que beba más pero esos lingotazos diarios si que son de alguna forma su medicina. Es cierto que su zona, industrial, es más conflictiva que otras. La prostitución campa a sus anchas y los robos en naves están a la orden del día. Hay grupos organizados que se dedican al expolio para revender y Uwe carece de medios para luchar contra esa gente que parece disponer de fondos ilimitados. Es normal que después de un duro día de trabajo necesite algún relajante. Otros compañeros recurren a la química. El parece conformarse con esa dosis de vodka. Jamás nadie le ha visto ir bebido a trabajar ni rendir menos, así que lo que cada uno haga en sus momentos privados nos tiene que importar poco.
Fue en ese bar donde Marco dio con él. Me sorprende como funcionan las canales de información en Berlín. Cualquiera parece poder averiguar cualquier cosa con un poco de empeño y quizás algo de dinero. Nos contó ayer que allí se plantó Marco, también la semana pasada, y le invitó a una copa extra pidiéndole unos minutos para hablar con él, con la mayor educación posible. Sus buenos modales, buena ropa y su triste sonrisa bajaron las defensas de Uwe y le siguió hasta una mesa apartada en el bar. Estaba rodeado de gente que pertenecía al cuartel de Uwe pero no hacían nada malo. Dos hombres sentados compartiendo una charla. Eso si, la voz de Marco apenas llegaba hasta Uwe. Imposible que nadie más les escuchase. Marco comenzó su historia.
Había llegado desde Italia al terminar la guerra, como tantos otros emigrantes de diferentes nacionalidades, atraídos por la necesidad de mano de obra para reconstruir el país. Marco se vino con su mujer, Rosa, y pronto se hicieron un buen lugar en la comunidad local. Aprendieron rápidamente el idioma, pero sin abandonar ese deje italiano y esos aspavientos con las manos tan característicos y que tan agradables nos resultan a los alemanes. Traían algo de dinero bajo el brazo, un contacto en Berlín y muchas ganas de trabajar.
Rosa empezó pronto en un taller de costura. Tenía buenas manos y aprendía rápido. Pronto estaba fija y ganando un dinero decente para mantenerles. Marco se lo tomó con algo más de calma. Se dedicó a hacer trabajos de peón disperso en diferentes obras, guardando todo el dinero que ganaba con una idea clara en mente: montar su propio negocio. Tenía además claro que iba a ser una ferretería. Veía como la gente necesitaba todo tipo de herramientas, materiales de pequeña construcción, carpintería…. Entendía del mercado, fue perfeccionando mientras hacía de peón y al cabo de dos años montó su ferretería. Modesta, un local pequeño, con el material justo pero con un trato exquisito. Buen producto, buen precio, buen servicio… sólo podía llevarle a prosperar.
En tres años amplió dos veces el negocio comprando locales colindantes para poder almacenar más mercancía. Y una vez estable decidieron que era el momento de continuar con su otro proyecto común: ampliar la familia. Así fue como hace 6 años llegó Lucía. Pese a ser muy felices en Alemania no querían olvidar sus raíces latinas y no quisieron ponerle un nombre alemán pese a haber nacido allí y a que la iban a criar como Alemana. También la bautizaron en el catolicismo, como debe ser según sus tradiciones, y en casa le enseñaban algo de italiano además del Alemán.
Por desgracia no todo puede ser perfecto y ya les tocaba toparse con alguna piedra en el camino. En una revisión médica detectaron valores extraños de azúcar en la sangre de Lucía. Unas pocas pruebas más y se le diagnosticó Diabetes. Fue un pequeño mazazo para ellos. Su preciosa hija se iba a perder muchas de las cosas que sus amigos disfrutarían. No podría ir a una fiesta de cumpleaños y atiborrarse de tarta. Nada de golosinas ni refrescos. Diariamente pendiente su medicación y de sus valores de azúcar en sangre. Una vida tan joven ya obligada a una serie de restricciones que no son normales para una niña. Incluso a los adultos les resultaba duro acostumbrarse, por no hablar de los problemas que con la edad acarrea una enfermedad que llaman «la muerte silenciosa».
Pronto descubrieron que Lucía era una niña excepcional. No le costó nada acostumbrarse a su dieta, sus controles, sus revisiones… Quizás porque no había llegado a conocer otra cosa no le costó ver eso como normal. No le suponía cambio. En unos meses todo pasó y la disciplina impuesta se convirtió en rutina mecánica. Era normal. No pasaba nada. Su vida era así y esas rutinas se incorporaron a su día a día como la higiene, el colegio, los deberes, comer verdura…
La charla pasaba y Uwe nos confesó que durante todo este tiempo no entendía lo que pretendía de él Marco. Su vida le parecía interesante pero no sabía que tenía que ver con él. Pero claro, todo tiene un porqué y al final Marco unió ambas vidas, la de Lucía y la de Uwe.
Le contó que su ferretería estaba en el lado oriental y se sentía muy orgulloso de ello, no pretendía cambiarlo y se encontraba muy feliz allí pese a que sabía que posiblemente en el lado occidental podría ganar más. Su casa también estaba en el lado socialista así que no tenía problemas, pero la vida de Lucía si pendía de un hilo con la construcción del Muro. Al oír en boca de Marco la palabra muro Uwe se puso firme y estuvo a punto de detener la conversación. Marcó lo notó y continuo acelerado. A él no le importaba el muro, eran cosas de política y el ahí no entraba, pero las medicinas que Lucía necesitaba a diario tenía que comprarlas en una farmacia que se encontraba a dos calles de la suya y pensaba que era posible que esta calle farmacia acabara al otro lado de la frontera. No sólo por cercanía, es que no había una sola farmacia en nuestro lado que trajera estas medicinas. Eran medicamentos muy nuevos y no especialmente baratos así que sólo unas pocas farmacias del lado occidental las tenían.
Marco necesitaba saber qué iba a pasar con eso. Necesitaba saber si esa farmacia seguiría teniendo acceso a los medicamentos y si él tendría acceso a esa farmacia. Qué iba a pasar con la vida de Lucía, si podía seguir contando con aquello que necesitaba o tendría que volver a medicinas de hacía 30 años y que no servían para casi nada. Marco ni siquiera le pedía a Uwe cambiar nada, sólo información para que él pudiera actuar en consecuencia. Por supuesto estaba dispuesto a pagar por ello, no tenía problemas en gastar lo poco o mucho que tuviera para garantizar la vida de su hija. Con esa información en la mano él ya actuaría en consecuencia. A buen entendedor pocas palabras bastan y desde luego estamos hablando de que Marco se mudaría rápidamente si era necesario. Así de sencillo. Sólo quería información.
Uwe no nos dijo cual fue su respuesta, qué le dijo o dejó de decir. Simplemente nos contó lo que le había pasado y nos preguntó qué hubiéramos hecho en su lugar, qué hubiéramos respondido o si no hubiéramos dicho nada. Nadie dijo nada y el resto abrimos fuego comenzando a contar nuestras historias con nuestros «Marcos» particulares. Todos dejamos las respuestas en el aire. Supongo que de no haberlo cortado todo Herbert hubiéramos comenzado el debate al final. Supongo que por eso hemos quedado mañana, para intentar respondernos esas preguntas. Para ver lo que habíamos hablado, para saber lo que sabemos o lo que pensamos cada uno.
Yo llevo todo el día pensando qué le hubiera dicho a Marco. Aún no lo sé.
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